lunes, 30 de enero de 2012

El nacimiento de Uma. Relato de un parto

Vamos alejándonos de la energía del parto y consolidamos nuestra relación fuera del vientre.


Fueron nueve largos y maravillosos meses gestándote: atravesé muchas etapas, conocí los aspectos extremos de mi ser -los mismos que afloraron en el alumbramiento-. La sensación de soledad insondable e inconsolable fue lo que más me sorprendió por evitada y reprimida hasta entonces, el grito poderoso de "ven, estoy aquí, tenme en cuenta" que aparecía en mis crisis durante el embarazo y obviamente tuvo su presencia en el parto.


Parirte fue un proceso de varias etapas.


Las últimas semanas surgió el control y autocontrol que ejerzo sobre mí y los demás (el pretencioso control que pretendo ejercer sobre el dinamismo, fluir y misterio de la Vida: bendita miedosa y desconfiada :)


Eso me impedía pasar de contracciones aisladas a rítmicas, aumentaba peligrosamente mi tensión arterial y alargaba la gestación, de modo que en lugar de lo previsto (siempre el control) acabamos en el hospital (donde nos respetaron muchísimo).


No me gustaron los tactos (demasiado invasivos) pero uno de ellos permitió colocar las prostaglandinas que desencadenaron contracciones rítmicas.


Escuchamos un mantra durante toda la primera parte del acortamiento del cuello (fuimos al hospital con él bastante acortado). Yo te hablaba y cantaba interiormente y a cada contracción basculaba la pelvis para permitir la apertura y tu descenso. De 3 am a 6 am bailamos juntas: círculos, ochos, cuclillas...


A las 6 am, con el cuello borrado, y algunos centímetros de dilatación, estábamos oficialmente de parto: no necesitábamos más intervención externa, nos felicitamos con Ana, la comadrona hospitalaria que tan bien nos acogió, tanto amor y sostén nos dio y supo ganarse nuestra confianza. Para aquel entonces, además de papá estaba M. Jesús, comadrona de Migjorn, nuestra preferida, la más espiritual, con nosotras...


Empezaron contracciones más fuertes, pero suficientemente espaciadas como para recuperarnos. Girábamos con la pelota, adoptábamos la postura de cuatro patas y de cuclillas, nos mojábamos zona lumbar, vientre y genitales con el agua de la ducha, nos estirábamos a descansar, seguíamos escuchando el mantra...
Entre contracción y contracción, visualizaba el mar, un floreado prado de hierba fresca e imágenes similares para que tú (para que yo) te relajaras. Yo seguía muy conectada a ti...


Tras la ruptura de membranas (rotura de aguas) cambió la cualidad interna: de mi integradora espiritual salió la guerrera dual (yo frente al mundo, yo frente al dolor, yo frente a lo que sea...).
Tengo más lagunas de esas contracciones, recuerdo cómo aumentaba progresivamente la intensidad del dolor, cómo los ahhhh se transformaron en gritos y cómo éstos se convertían también en una llamada de atención "ven, estoy aquí, tenme en cuenta", para reclamar a tu padre o un determinado trato en el hospital: yo no hablaba, volvía a ser la básica y primaria que gritaba, que aúllaba, que rugía... sin más.


Cada contracción me acercaba más a ti. Recuerdo a papá presionándome los puntos del sacro que le había enseñado Eva, nuestra doula -que tanto nos cuidó antes y tanto nos ha cuidado después del alumbramiento-, a M. Jesús acunándome, sosteniéndome y guiándome con su dulce voz ("no te resistas, entrégate..."), recuerdo sentir la intensidad de la punzada del dolor y caer rendida tras él, irme, desaparecer, sumergirme en un gozoso letargo del que me despertaba otra contracción y entonces recordaba que estaba de parto y que ambas continuábamos nuestro trabajo (estoy segura que a ti te ocurría lo mismo: sentías la presión del útero empujándote, oprimiéndote... y después la satisfacción ronroneante del descanso, de la tregua antes de otra contracción...).


Sucedieron contracciones realmente placenteras... En algunas de ellas, aplicábamos nuestros recursos, dábamos pábulo a la confianza y navegábamos la ola del dolor: ascendíamos con él, lo sosteníamos con la voz y la respiración y descendíamos... y la sensación de placer, de éxtasis... era inmensa. En otras, olvidábamos la integración y batallábamos desde la guerrera dual y entrábamos, sosteníamos y salíamos de la contracción "por ovarios", firmemente ancladas a tierra, apoyadas en la fuerza infinita de las piernas, sintiendo la inaudita fortaleza de los pies, las piernas y la pelvis... Toda la parte inferior del cuerpo poderosa, fuerte, vital...


En algún momento nos sentaron en una silla para ir a una sala de dilatación (la dilatación era casi completa). Al llegar (el desplazamiento es una nebulosa en medio de un ensueño entre contracciones), recuerdo sentir que no estaba M. Jesús y sí una comadrona del hospital que no había visto hasta entonces. Eso rompía mis planes (mi control) y grité, grité, grité... chillé, chillé, chillé... llamando a M. Jesús (siendo el bebé que reclamaba a mi madre: "ven, estoy aquí, tenme en cuenta", entendí después) para que me ayudara y sostuviera.


En un momento de lucidez -de lucidez, no, la lucidez estaba en el instinto que me estaba permitiendo parir- en un momento cerebral comprendí que M. Jesús no iba a estar y que sólo contaba con David. Me dispuse a confiar en él, pues era quien estaba a mi lado y quien ha estado en el embarazo y lo está ahora.


En la sala, llegamos enseguida a dilatación completa (conseguimos pasar de 2 a 10 cm en 5 horas: somos unas campeonas primíparas :) y empezó la fase de alumbramiento.


Recuerdo las tremendas ganas de pujar, el poderoso deseo de empujar y empujar y empujar y gritar y gritar y gritar... rugiendo desaforada fuera de mí: a cada pujo estabas más cerca, a cada grito más fuera, a cada rugido más abajo...


Recuerdo ver gotas de sangre en el suelo y tener un momento de sorpresa ("sangro", me dije).


Recuerdo el latigazo del sacro a la nuca, el dolor inmenso, el poner mi cuerpo al límite del límite, el ir más allá del más allá...


Recuerdo algunas palabras de la comadrona (que después, pese a su aridez de trato inicial, resultó ser de gran ayuda). Me decía que estaba coronando y si quería tocarte o verte con un espejo (no lo hice porque estaba muy cansada, para no agotarme del todo: sólo quería empujar), me preguntó en qué postura deseaba dar a luz y que evitaría en todo lo posible la episiotomía pero que acercaba el material por si tenía que intervenir para que no me desgarrase el periné.


Recuerdo estar estirada en la camilla tras una tremenda contracción e incorporarme para ponerme vertical.


Papá, que había llorado al ver parte de tu coronilla al fondo del canal de parto, me decía que empujara, que un poquito más, que ya estabas casi, "veo a Uma, está aquí, un poquito más, Aran, es Uma, está aquí, un poquito más...", "no puedo", decía yo... "Claro que puedes, Aran, un poquito más, un poquito más y estaremos con Uma, estaremos los tres...". Y yo empujé y empujé, hija, y creí morir. Y grité y grité para que ese grito me ayudara a darte a (la) luz, a la Vida y empujé, Uma, empujé con toda mi vida, con toda mi alma y todo mi corazón, toda yo en juego, apostándome entera para parirte. Empujé, Uma, empujé con mi vientre poderoso de mujer abierta, con mi pelvis salvaje de hembra animal, con todo mi ser abriéndose para darte paso, hija, para sacarte de mí y que fueras una y libre separada de mi cuerpo, pero siempre unida a mi alma y a mi sangre. Y empujé, mi niña, empujé gritando el grito primario de la tierra dando a luz a la vida y papá te cogió en brazos llorando y te puso sobre mí -nuestro primer abrazo- y yo sólo daba las gracias. "Gracias, gracias, gracias...", repetía sin cesar. Gracias a Dios, a la Vida, a ti Uma, a papá, a mi madre, a mi padre, a todo mi linaje... a todos. Gracias al mundo por aquel momento, por aquel milagro, por aquella oportunidad tan única y divina, por darme el regalo más maravilloso de la existencia.


Te sostuve en mis brazos, te giré para ver tu linda carita, mi niña. La comadrona me informó de que no había desgarro ni necesidad de puntos y llevó mi mano a tu cordón para que comprobara cuándo dejaba de latir: cuando lo hizo, papá lo cortó. Gritaste con mucha fuerza y vitalidad. Buscaste mi pezón, mamaste... íntimas, perfectas, naturales, piel con piel, unidas para siempre... Alimentándonos, nutriéndonos la una de la otra. Expulsaste tu primer meconio, en menos de una hora realizaste todo el trabajo instintivo que era necesario.


Desde entonces nuestro instinto nos sigue guiando. Mamamos, dormimos juntas, nos abrazamos continuamente en el porteo, te canto, te hablo, te explico, te cuento, te ríes, Uma, sabes sonreír y reír con lo chiquitita que eres, gorgojeas... seguimos embarazadas por fuera: el olor, el latido, lo básico...


Pese a que no pude alumbrarte en casa, como era mi deseo, y mi control me impidió iniciar el parto por mí misma, me siento muy feliz de cómo llegaste al mundo. Los primeros días del postparto lloré por los detalles que me desagradaron pero ahora comprendo que no sólo era MI parto, era sobre todo TU nacimiento. Era la Vida siendo como es y mi ego no es nada para no dejarla fluir y permitir ser.


Así que humildes gracias por enseñarme desde el primer instante en nombre de la Vida lo que es la aceptación y la confianza, Maestra mía.


Gracias por darme la oportunidad de vivir el vértigo del no control, la insoportable libertad de lo salvaje e instintivo, de lo primario, de lo de siempre y para siempre, de lo eterno...


Con el inmenso amor que siento por ti, mi vida, gracias.


Te amo, Uma


Mama

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